El alquimista de la Patagonia
Llegué al Hotel Las Torres envuelto en una neblina de jet lag, ese tipo de fatiga que solo la Patagonia puede justificar. Salí al amanecer desde la Estancia Cerro Negro, donde pasé los últimos dos meses trabajando en un rancho ganadero en funcionamiento. Un viaje de tres horas en van atravesando los Andes. Rodando por estepas azotadas por el viento y cerros salpicados de guanacos, llegué a la base de uno de los parques nacionales más espectaculares del mundo. Pero antes de pensar en montañas o miradores, hice lo que cualquier viajero agotado y con algo de experiencia haría: fui directo al bar.
Había escuchado rumores. Un bartender llamado Federico.
“Un personaje interesante”, había dicho alguien con una sonrisa cómplice. “Hace cócteles sustentables”, añadieron, como si eso bastara como carta de presentación. Ese tipo de intriga tiene su propio poder de atracción, así que arrastré mis botas polvorientas hasta el Bar Pionero del lobby y pregunté por él, por su nombre.
Esperaba encontrarme con una especie de genio, con un toque de arrogancia —el típico artista torturado. El Hemingway mixológico de la Patagonia. Después de todo, Federico Gil no es un bartender cualquiera. Certificados y premios abarrotan las paredes detrás de la barra como diplomas en la oficina de un profesor. Su reputación ha viajado más lejos que muchos de los huéspedes del hotel. Ha aparecido en revistas especializadas. Habla en conferencias. Una revista de coctelería lo apodó “El conservacionista líquido”.
Pero cuando Federico emergió de detrás de la barra, con ojos cálidos y una sonrisa fácil, no encontré ego, sino autenticidad. Y eso me descolocó de la mejor manera posible. En una región dominada por picos de granito y baqueanos estoicos, la amabilidad de Federico se sentía casi como un acto de rebeldía.
Aquella primera noche conversamos durante horas, como a veces lo hacen los desconocidos cuando los Andes asoman por la ventana y no hay Wi-Fi que interrumpa. Me sirvió una de sus cervezas artesanales, elaborada a solo unos metros del lugar. Limpia, rica, con una profundidad herbal que recuerda a la flora silvestre que uno atraviesa en el sendero hacia Base Torres. Era una cerveza con terroir —Patagonia en un vaso.
A la mañana siguiente, aún somnoliento, pero curioso, volví a buscarlo. Y al día siguiente, otra vez. Durante el transcurso de una semana, observé a Federico trabajar —no solo como bartender, sino como inventor, historiador, anfitrión y científico loco. Lo vi destilar gin en un alambique de cobre reluciente que parecía sacado de una novela de Julio Verne. Me dejó añadir hierbas trituradas y flores silvestres patagónicas a la mezcla, una breve pasantía en el evangelio del gin.
Una tarde, me mostró cómo elabora su cerveza —cómo controla la temperatura con la meticulosidad de un chocolatero o un cirujano. Luego sacó una colección de vasos reciclados que él mismo había fabricado con botellas usadas. Las cortó, las lijó hasta dejarlas suaves, y convirtió residuos en arte. Si eso no es alquimia, no sé qué lo es.
Pero no se trata solo del gin. Ni de la cerveza. Ni de la filosofía de bajo desperdicio detrás de cada trago. Federico ofrece clases de coctelería casi todas las noches para los huéspedes, que no solo se van con un leve mareo, sino también transformados. Les enseña a agitar, mezclar y saborear con intención. Esto no es un happy hour para turistas aburridos. Es una celebración del lugar, del sabor y del oficio.
Y aun así, nada de esto toca el corazón del hombre.
Porque aquí está el verdadero titular: Federico Gil es el hombre renacentista de la Patagonia. Pero también podría ser el más amable.
No está aquí por el reconocimiento, aunque bien podría disfrutarlo. No está aquí para vender una marca, aunque fácilmente se podría construir una alrededor de él. Está aquí porque ama esta tierra, estos ingredientes, este modo de vida lento y con propósito. Habla del agua con la reverencia de un monje y trata la fermentación como poesía. Conoce la historia de cada baya y cada corteza que utiliza, y si te quedas lo suficiente en la barra, te contará esas historias con una devoción que te hace sentir parte de algo antiguo y sagrado.
Federico llegó a la Patagonia hace años, siguiendo el canto de sirena del sur, y de alguna manera trajo consigo toda una filosofía. No solo sirve tragos —sirve historias, ecosistemas, futuros. En una época en que la “sustentabilidad” es una palabra de moda usada por la industria, pero aquí, Federico la vive. La saboreas en su gin, la hueles en el lúpulo, la ves en cada vaso renacido a partir de residuos.
Hay rumores de que el Hotel Las Torres pronto será renovado. Tal vez un nuevo bar surja de esos planos. Si es así, deberían nombrarlo “El Federico”. No porque él necesite el honor. Sino porque sus huellas, su filosofía y su brillantez silenciosa ya están impregnadas en cada botella, cada vertido, cada trago nocturno.
No es solo un bartender.
Es el alma del lugar.
Escrito por Forrest Mallard.