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Gaucho Baqueano Patagonia

Baqueano significa valiente

  • 6 mins

Pasé la mañana en lo que probablemente se podría llamar un "salón de empleados", si todos los empleados fueran baqueanos patagónicos tomándose un descanso de montar a caballo. Era una pesebrera bien cuidada, más bien una sala de exposición de la historia baqueana. Un establo curtido por el viento y ubicado bajo la sombra de las Torres del Paine. De esos lugares que huelen a cuero de montura, lana húmeda y a ese rincón donde se cuentan historias entre baqueanos, compartiendo un mate.

Estaba ahí para hablar con Jorge Gallardo, el hombre a quien todos en Las Torres Patagonia consideran un verdadero baqueano. Y aunque sí posa para fotos con turistas, su historia en el mundo del baqueano va mucho más allá de las selfies armadas y los eventos de marketing turístico. Él nació para este rol.

Yo quería entender la verdadera definición de "baqueano". Claro, podría haber buscado en Google “¿Qué es un baqueano?”, y sacado un resumen sobre cuchillos, mate y bravura a caballo. Pero quería más que una descripción plana de Wikipedia. Quería la versión humana en 3D. Así que me senté frente a Jorge, que se movía con la soltura de alguien que ha pasado más horas en la montura que en una silla.

Él no sabía qué le iba a preguntar, así que se sentó, cauteloso, esperando mi primera pregunta. Pero también podía ver que estaba listo para contarme lo que pudiera.

Caballos Patagonia

—¿Siempre quisiste esta vida desde niño? —le pregunté.

—Desde que era un niño —dijo, con calma y mesura—. Mi familia siempre ha criado animales: ovejas, vacas, caballos. Está en la sangre. Me gustaba la adrenalina de montar. El silencio del campo. El ritmo del trabajo. Sí, pensé en irme, tal vez estudiar. Pero esto... —hizo un gesto hacia el establo, hacia la tierra más allá— esto es mi mundo.

Hablamos sobre la cultura baqueana—no la versión romántica, sino la realidad vivida. No hablaba en metáforas. Hablaba en hechos.

—Ser baqueano es ser fuerte en el frío —dijo—. Es sobrevivir. No solo al clima, a todo. Pero también encontrar paz en la quietud. Trabajar con los animales. Desconectarse de todo el ruido.

Y aquí está el detalle: Jorge nunca intentó mitificar nada. No lo necesitaba.

Cuando le pregunté sobre la diferencia entre los baqueanos chilenos y los argentinos, solo se encogió de hombros.

—No hay mucha diferencia —dijo—. Nos divide una cerca. Nada más. Vivimos igual: sacrificio, animales, paz.

Sin banderas. Sin discursos. Solo la verdad tal como la conoce.

Gaucho Baqueano

Eventualmente, le hice la pregunta que me rondaba desde que llegué a Sudamérica.

—Entonces, ¿cuál es la diferencia entre que yo quiera ser baqueano... y que tú realmente lo seas?

—Necesitas una iniciación —dijo—. Necesitas aprender. Tienes que trabajar con los animales, entender la tierra. No es algo que uno simplemente decide ser.

Hizo una distinción:
—Un baqueano nace en la cultura. Un forastero la aprende con el tiempo.

Entonces le pregunté: ¿qué tiene que demostrar alguien para ser considerado baqueano?

Comenzó con un tema que repitió varias veces durante nuestra charla:

—Valentía. Pero más importante que eso: el deseo de aprender. Y de cuidar a los animales.

Esa era su verdad esencial: si no proteges a los animales, si no estás allá afuera, bajo la lluvia, el viento, la nieve, asegurándote de que estén bien, no te ganaste nada. Me habló del cuchillo que todo baqueano lleva. No por apariencia, sino por necesidad. Si un animal sufre, le pones fin a su dolor. Si te enredas con una soga, te cortas para liberarte. El cuchillo, como todo aquí, no es simbólico: es vital.

Vestimenta Gaucho

Le pregunté sobre la ropa. Las botas. La boina.

Se rió y dijo:
—¿Esta pinta? Es formal. Como un esmoquin. Solo para esta entrevista.

—La ropa no importa —agregó—. Las botas, sí. Pero acá, uno se viste para el clima. No para una foto.

Y como él mismo dijo:
—La ropa no hace al baqueano.

Pasamos a hablar del presente: su rol ahora en la reserva. Ya no está en el campo como lo estuvo su familia. Su trabajo ahora es compartir lo que sabe.

—Enseñar a la gente a montar, a trabajar con los caballos. Ayudarlos a entender que la Patagonia exige sacrificio. Que es dura... pero hermosa.

Me dijo que se trata de mantenerse conectado.

—Sentir la tierra. Respetar a los animales. Vivir simple, sin necesitar una pantalla enfrente todo el tiempo.

Luego le pregunté por qué, de todas las personas en Las Torres Patagonia, todos me habían dicho que él era el baqueano indicado para hablar en nombre de esta cultura.

Vaciló, tímido por primera vez.

—Creo que se trata de ser humilde —dijo—. Hago lo mejor que puedo para enseñar lo que he vivido. Todavía soy joven, pero creo que si puedo compartir, aunque sea un poco… la gente empieza a entender. Y eso significa mucho para mí.

Nos quedamos mirándonos mientras mi mente buscaba alguna pregunta final para cerrar la historia. Apagué la grabadora, pensando que habíamos terminado. Entonces Jorge agregó una última cosa:

—Baqueano —dijo— significa valiente.

Cabalgatas en Torres del Paine

Me miró directo a los ojos.

—Creo que… en algún lugar del origen de la palabra, viene de la valentía.

No me estaba dando una definición de diccionario. Me estaba dando algo más antiguo que el lenguaje.

Después lo busqué. El uso más antiguo de la palabra baqueano aparece a principios del siglo XIX, durante las guerras de independencia de Argentina y Uruguay. En aquel entonces, los baqueanos eran vistos como héroes y forajidos a la vez—romantizados en poemas, temidos por los gobiernos. Rebeldes a caballo. Marginados dueños de su destino.

Supongo que esa es una definición algo abstracta de valentía.

Pero no importa eso.

No vine a la Patagonia por etimología. Vine por una voz. Y cuando un hombre como Jorge—nacido de una línea de barro, viento y silencio—me dice que baqueano significa valiente...

Eso es todo lo que necesito.
Caso cerrado.

Pesebreras Las Torres Patagonia


Epílogo
Mientras me iba, le conté a Jorge que cuando llegué por primera vez a Sudamérica, soñaba con trabajar en una estancia y convertirme en baqueano. Incluso pasé dos meses trabajando en Estancia Cerro Negro. Con el tiempo, le pregunté a la familia si ya era un baqueano.

Se miraron entre ellos y dijeron:
—Eres un baqueanito.

Un pequeño baqueano.

Jorge se había reído a lo largo de toda nuestra charla, pero cuando le conté que me habían llamado “baqueanito”, soltó una carcajada fuerte. De esas que traspasan cualquier barrera del idioma. Ese momento significó el mundo para mí. No solo por la risa maravillosa, sino porque significaba que mi extraño sentido del humor trasciende continentes y culturas.

Porque sí, no soy un baqueano.

Pero quizás… soy un baqueanito.
Un pequeño vaquero.
Un poco valiente.
Y eso no está nada mal.